En el día 31
de octubre del 2012, se celebraron los 495 años de la Reforma Protestante.
Martín Lutero fijó en la puerta de la iglesia de Wittenberg las 95 tesis, que combatían mayormente la
venta de indulgencias por parte de la iglesia Católica. El cisma que ocurrió
trajo algunas ventajas para los que discordaban de las creencias romanas. Pero
también tuvo sus falencias que mancharon el movimiento y sería bueno que jamás
se repitan.
Los luteranos
(Melanchthon) hicieron la declaración de Augsburgo que condenaba a la muerte
los anabaptistas y por medio de esa, miles fueron asesinados. Los reformados,
liderados por Juan Calvino, mataron a más de 50 personas, incluyendo a Miguel
Servet. Calvino hizo tráfico de influencia para condenar y matar a ese último. También
el sínodo de Dort, llevó a muerte a varios arminianos, al desterro y despojo de
bienes. Esta sangre inocente puso la reforma en el mismo nivel de la
inquisición, de las cruzadas y del holocausto Nazi, cuando pseudo Cristianos mataban en nombre de Dios, con
requintes de crueldad. Si tan solo hicieran caso a las “cinco Solas”, jamás habrían
obrado de esa forma. Los reformados son muy buenos en la retórica de sus
discursos pero “del dicho al hecho hay un largo trecho”. Por esa causa, los anabaptistas
y los otros evangélicos no tienen nada que conmemorar el 31 de octubre.
No tenemos
más el feudalismo, la iglesia católica ya no tiene el mismo poder, ni tampoco
la venta de indulgencias. Cuando oigo que los híper calvinistas anhelan una
nueva reforma, me suena más bien como una licencia para matar, para volver a
sus manos el poder hegemónico y no aceptar a los que piensan en forma diferente.
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